sábado, 12 de marzo de 2011

marina de grecia

La marina de guerra en la Antigua Grecia, que no se puede generalizar a todos los griegos, sino a algunas poleis griegas, permaneció directamente sometida a la expansión territorial, que era a la vez el fin y la condición necesaria.
Algunos Estados de la Antigüedad clásica supieron dotarse de una poderosa marina de guerra: Atenas en la época clásica, Egipto, Cartago y Rodas en el período helenístico, y Roma en el curso de las guerras púnicas y a finales de la república.
Desde el punto de vista de sus instrumentos, la guerra en el mar tenía unas exigencias propias, por completo alejadas de las del combate en tierra firme. De ahí que haya algunas contradicciones entre la originalidad técnica de las actividades marítimas y su subordinación a las actividades terrestres; contradicciones que son obvias en las secciones de los barcos de guerra, en las flotas militares y en las tácticas navales.
BARCOS DE GUERRA 
Los barcos de guerra conservaron, durante toda la Antigüedad, ciertas características técnicas que delimitaron siempre de un modo bastante concreto el campo de su uso estratégico y táctico.
En primer lugar, se diferenciaban de los barcos mercantes por su forma alargada, que les valió siempre el apelativo de barcos «largos». Rápidos, y por lo general dotados de una gran capacidad de maniobra, eran en cambio muy poco marineros, lo que les convirtió a menudo en presa de las tempestades, aunque la costumbre quería que no se hiciera uso de ellos durante la temporada mala. En resumen, eran unas construcciones armoniosas pero frágiles.
En segundo lugar, se distinguían de los barcos mercantes en su modo de propulsión, puesto que, si bien estaban provistos de una e incluso varias velas que se izaban durante las travesías, de lo que dependían en el momento del combate era de la potencia de sus remos.
Una primera consecuencia era que, en sus limitados cascos repletos de remeros, no se podían acumular reservas de agua y alimento, de ahí la necesidad de hacer frecuentes escalas. También sucedía que estos ingenios de guerra valían tanto como los hombres que los dirigían y que, por decirlo así, los personalizaban. Del ardor, de las energías y, sobre todo, de la habilidad de los remeros, fruto de una larga experiencia, dependía en gran parte el resultado de la batalla.
Finalmente, para que pudieran llevar a cabo su función militar, los barcos de guerra debían incluir accesorios esenciales; por un lado, un espolón para desfondar a los barcos enemigos y, por el otro, plataformas de combate, en donde pudiera situarse la infantería de marina. No obstante, estos dos accesorios conocieron durante la Antigüedad un desarrollo variable, según predominara la táctica del abordaje o la del espolonazo.
 LOS ORIGENES DE LA MARINA DE GUERRA
Los primeros navíos de guerra, reconocibles por sus remos y su forma alargada, aparecen incisos en una placa de arcilla del III milenio a. C., descubierta en Siros, una isla del mar Egeo, así como en una pintura de un vaso del siglo XVII a. C. hallado en Volos, en Tesalia.
Nuevos detalles se pueden observar en representaciones, más o menos esquemáticas, de la época micénica: velas, mástiles y plataformas a proa y popa.
Para comienzos del I milenio a. C. disponemos de las descripciones homéricas, a menudo convencionales y estereotipadas, pero en ocasiones también ricas en vocabulario náutico y en evocadoras descripciones, como cuando hablan de los «negros navíos» o de los «huecos navíos», «bien unidos», «bien trabajados», con la proa azul o roja, tan ligeros que cada noche se los podía sacar del agua y varar en la orilla y tan bajos que no había peligro en saltar desde su borda a tierra firme.
Sin embargo, hay un detalle que Homero no menciona, pese a que ya se utilizaba en su tiempo: el espolón de proa que está claramente atestiguado desde comienzos del siglo VIII a. C. en vasos cerámicos de estilo geométrico.
Los más habituales de esos buques eran propulsados por 20 o 30 (triacónteras) o 50 remeros (pentecónteras), repartidos en dos bancos a babor y otros dos a estribor. En ocasiones, desde finales del siglo VIII a. C., cada uno de esos bancos se desdobla en dos hileras superpuestas, de las que nacen los birremes (dikrotoi).
El mérito de esta invención recae en los fenicios, que en esta época aparecen en todo el Mediterráneo, o en los propios griegos; quizá el corintio Aminocles que, según Tucídides (I, 13), se habría distinguido en Samos, cerca del 704 a. C., al crear la samaina.[nota 1]








EL REINO DEL TRIRRETE
Del birreme, que llevaba un centenar de remeros, se pasó al trirreme (o triere, según la palabra romana triremis), cuyo nombre aparece por primera vez hacia mediados del siglo VI a. C. en los poemas de Hiponacte.
Según Heródoto (II, 158), este tipo de navío se utilizaba desde finales del siglo VII a. C., en tiempos del faraón Necao I, que excavó un canal entre el Nilo y el mar Rojo «lo bastante ancho como para que dos trirremes bogando de frente pudieran navegar por él», antes de hacer construir algunos de ellos, unos con destino al mar septentrional, los otros en el Golfo Arábigo con destino al mar de Eritrea.
Es poco verosímil que los egipcios fueran sus inventores; más bien serían los corintios, que tuvieron buenas razones para perfeccionar su armamento marítimo desde la primera mitad del siglo VII a. C., con motivo de sus conflictos con Corcira.
Otros historiadores se pronuncian por una datación diferente; ya sea más antigua (finales del siglo VIII a. C.), como es el caso de aquellos que siguiendo a Tucídides tienen a Aminocles por el inventor del trirreme; ya más moderna (finales del siglo VI a. C.), cuando arguyen que, hacia el 535 a. C., Polícrates de Samos debía su poder a una flota formada todavía por pentecónteras.
En cualquier caso, los trirremes estaban muy difundidos por el Mediterráneo oriental desde finales del siglo VI a. C. El propio Polícrates envió 40 de ellos a socorrer al rey aqueménida Cambises II en 525 a. C.
En 494 a. C., durante la revuelta jónica contra los persas, Quíos pudo alinear 100, Mileto 80, Lesbos 70 y Samos 60.
La flota enviada por Darío I en 490 a. C. habría estado formada por 600, mientras que Gelón de Siracusa, diez años después, les ofrecía 200 a los griegos, a cambio del mando supremo en el mar. Sin contar con que los atenienses, gracias a los esfuerzos de Temístocles, pudieron disponer de más de 200 trirremes durante la segunda Guerra Médica.
Los especialistas se han esforzado por resolver el difícil problema de la disposición de los remos a bordo de los trirremes, sirviéndose de algunas representaciones de difícil interpretación y de escasos textos, no menos enigmáticos en sus detalles. Los datos fundamentales que podemos mencionar son que las portillas de remo no estaban colocadas a la misma altura y que en la tripulación de un trirreme siempre había tres categorías de remeros: los tranitas, los zigitas y los talamitas, lo que hacía un total de 170 hombres aproximadamente.
No hay más que tres posibilidades para distinguir las diferentes categorías de remeros según su disposición en el interior del barco, disponiéndolos a lo largo, a lo ancho o a lo alto.
Las dos primeras soluciones, que consisten en repartir de la proa a la popa a tres grupos de boga o confiarle la maniobra de cada remo a tres hombres, no han dejado de tener en el pasado sus defensores, a los que no les gustaba considerar la superposición de tres bancos de remeros. Sin embargo, el problema ha quedado definitivamente resuelto en favor de la tercera solución, con algunas variaciones, muy comprensibles, de detalle.
Los remeros del banco inferior, llamados talamitas, movían sus remos a través de portillas situadas a unos 50 cm por encima de la línea de flotación y, por ese motivo, provistas de troneras de cuero. Los remeros del banco medio, llamados zigitas, los movían bajo el puente. Mientras que para sujetar los toletes de los remeros del banco superior, llamados tranitas, se habían dispuesto monturas de madera que sobresalían de las bordas y que se llamaban parexeiresia, es decir, «dispositivo auxiliar para los remos».
De modo que los emplazamientos para remar se superponían, pero también se imbricaban, de tal forma que las portillas se presentaban al tresbolillo en los flancos del navío. Así se conseguía no forzar, por razones de seguridad, la altura de las bordas (2,20 m) e igualar la longitud de los remos (4,17 m, excepto en el centro del trirreme, en donde llegaba a los 4,40 m). Por consiguiente, la unidad tripartita de remo, que daba su nombre a este tipo de barco, se disponía en oblicuo.
A cada lado del trirreme había 27 de esas unidades, a las que se añadían, debido al perfil del casco, dos tranitas remando en solitario delante y detrás. Como cada hombre estaba situado a una distancia aproximada de unos 90 cm de su vecino, la longitud del trirreme no sobrepasaba en demasía la del antiguo pentecóntero, en donde se alineaban 25 remeros (debía alcanzar unos 36 m) y, sin embargo, se conseguía un incremento apreciable de capacidad, lo que le permitía desarrollar una velocidad, sin velas], de más de cinco nudos.
En cambio, necesitaba obligatoriamente remeros bien entrenados, suficientemente coordinados en su bogar como para no entrechocar sus remos.







No hay comentarios:

Publicar un comentario